jueves, 14 de octubre de 2010

El rei desnudo


Seguramente habréis escuchado esta historia alguna vez a lo largo de vuestra vida y, sino, está nos será de ningún modo la última vez que oigáis hablar de estos hechos.

Para algunos aquel reino era inmenso, para otros apenas un puñado de tierras. Según estos quien las gobernaba era un emperador rico y poderoso, según aquellos era un rey pobre pero generoso. Como esta es nuestra historia, y no la de estos o aquellos, la de algunos u otros, la contaremos como nos venga en gana.

El nuestro era un rei; justo en la medida en que podía, rico en suficiencia y que gobernaba a un pueblo extendido por un territorio seis veces superior al de su reino vecino pero que solo representaba dos tercios del otro reino con el que colindaba. Contaba no obstante, con una serie de particularidades, al menos cinco veces más importante que la suma de ambos reinos.

Lo que realmente debe importarnos, dejando los cálculos para el aburrimiento de los estadistas reales, es su rei; ese rei.

¿Que lo hacía tan particular, tan diferente? ¿Por qué él si merecía una historia y los reyes vecinos, o incluso cualquier otro, no?.

Su única y peculiar pasión: sus vestidos.

Ha habido reyes ricos, fuertes, guapos, poderosos, crueles, sutiles, inteligentes, tontos, pero nunca, nunca, ninguno tan preocupado por qué ropajes cubrían sus cuerpos como este rei.

Tanto, tanto, le preocupaba que luciría en su siguiente recepción, desfile o acto, que el puesto de sastre real, muy pronto, pasó a ser el más codiciado de todo aquel reino. El salario era más que generosos, uno disfrutaba de las ventajas de ser el favorito del rei, asistía a grandes banquetes y fiestas y trataba con la gente más importante que cabría imaginar.

A cambio, el rei solo pedía una cosa: que cada nuevo vestido fuese único e irrepetible, que no dejase indiferente a nadie.

Los años pasaron, como suele suceder casi siempre, y el rei fue estrenando vestidos nuevos y asombros en cada ocasión que se le presentaba. Algún sastre fue despedido por su incompetencia, alguno murió de inoportunas enfermedades y otros simplemente se rindieron ante la imposibilidad de cumplir los caprichos del rei, siendo inmediatamente substituidos por alguien más capaz.

Como cabría esperar cada vez se hizo más difícil sorprender al rei, a sus súbditos e invitados, con un nuevo traje. Al principio los sastres que no eran capaces de satisfacer al rei eran remplazados por otros más jóvenes o audaces y se los gratificaba con mayores riquezas y agradecimientos. Pero, llegó un momento en que la paciencia del rei fue menor que su obsesión y empezó a castigar a quienes, en el puesto de sastre real, no cumplían con sus exigencias.

En un principio además de despedirlos, solía propinarles unos azotes, o los expulsaba de la corte, pero pronto su ira creció y no se conformaba con esos castigos. Promulgó leyes por las que aquellos que trabajasen como sastres reales serían ampliamente recompensados, pero aquellos que faltasen a sus funciones serían expulsados del reino.

Sin duda hoy día será difícil comprender por qué alguien querría trabajar bajo aquellas condiciones. Quizás deberíais entender que el riesgo merecía la pena: era un puesto reconocido internacionalmente, altamente remunerado y, aunque aunque a uno lo expulsasen del reino, fácilmente podría hacer fortuna en algún otro.

Para aquellos jóvenes que habían acabado sus estudios de costura era sin duda una puerta a la fama y la riqueza y para los sastres más veteranos, su última oportunidad de labrarse un nombre o de juntar riquezas para disfrutar de su retiro.

Nunca faltaron candidatos para ocupar el puesto vacante. Cientos de sastres hacían cola frente a palacio ante el mínimo rumor de que el sastre había enfermado, o que sería expulsado por no haber apreciado el rei su última creación.

Todo ello cambió en la mañana del trigésimo tercer cumpleaños del rei.

Era por todos conocido, ahora por vosotros también, lo vanidoso que era el rei. El día de su cumpleaños, no era una excepción, sino todo lo contrario. Aquella era la fecha en la que más comúnmente expulsaba a sus sastre de la corte, por lo que, desde hace ya algún tiempo, en tal día, se formaban dos filas en los alrededores de palacio.

La primera de ellas la formaban políticos, diplomáticos, enviados, o simplemente ciudadanos que deseaban depositar un regalo para el rei, o ser recibidos en audiencia en el día de su cumpleaños.

La otra fila la formaban sastres ataviados con sus mejores muestras y herramientas dispuestos a ocupar el puesto del saliente sastre real, en el muy probable caso de que fuese expulsado.

Se dice que en todo el reino se pudo escuchar el grito del rei, estremecido ante el vestido que se le ofrecía para los actos de su cumpleaños. El sastre real no tuvo tiempo de recoger sus cosas, de recibir la carta de despido y tampoco de explicarse ante el rei. Fue tomado como prisionero y encerrado en el torreón de palacio.

El rumor se extendió entre las do filas formadas ante palacio y la tensión crecía y crecía. Algunos de los diplomáticos y enviados más veteranos decidieron abandonar en su empeño de ser recibidos, siendo buenos conocedores de la furia del rei cuando lo hacían enojar, sobre todo en relación a sus vestidos.

Entre los sastres, los más mayores, movidos por la prudencia y la impaciencia, decidieron abandonar la fila y volver a sus hogares. El grupo poco a poco fue menguando a medida que las noticias de la suerte que había corrido el último sastre real se confirmaban.

Con la puesta del sol y el encendido de los candiles de la puerta de palacio solo restaban dos sastres a la espera de obtener noticias desde palacio. Todo lo que sabían en aquel momento es que el último sastre había sido encerrado y que de momento el rei no había mandado a nadie a buscar a un substituto.

Muy distintas eran sus motivaciones para permanecer en la fila, a pesar de los rumores, el frío y la llegada de la noche. El primero en la fila era el tercer hijo de un rico mercader de telas que siempre se había beneficiado de los extravagantes gustos del rei y de su corte, y estaba allí buscando hacerse un nombre para trabajar como sastre real en alguno de los reinos colindantes y extender, aún más la fortuna familiar.

El otro sastre, por así llamarlo, era un joven visiblemente mal vestido, pobre y que acababa de quedar huérfano de padre. De este solo había heredado una vieja casucha a las afueras del castillo, algunos instrumentos de costura y la entereza de quien no tiene nada que perder.

No fue hasta media noche que el rei dio la orden de que todo aquel que estuviese dispuesto a ocupar el puesto del sastre real fuese llevado a su presencia, sin importar condición, situación o edad.

Ambos jóvenes se vieron frente al rei en la sala de audiencias. Allí el rei fue claro y directo: "Necesito un nuevo traje para los actos de mi trigésimo tercer cumpleaños; estoy harto de los inútiles que han ocupado el puesto de sastre, han abusado de mi confianza. Quien quiera el puesto ha de saber: recompensaré y protegeré a quien me confeccione un traje que nadie olvide jamás. Pero, y tened esto muy presente, mandaré ejecutar a quien acepte el trabajo y no elabore ese traje antes del amanecer de mañana".

Apenas unos segundos después solo el huérfano permanecía en la sala de audiencias, aún arrodillado ante el rei.

Hay quien cree que la necesidad es el mejor impulso que conoce el hombre, y no se equivoca.

Aquel chiquillo sabía cual podía ser su suerte si no se le ocurría algo y pronto. Aquel rei no se conformaría con que cambiase algunos patrones o telas, con que añadiese algún vuelo o simplemente introdujese alguna novedad desconocida en aquellas tierras. Todo ello era una suerte, porqué todo lo que él sabía de sastrería era que su padre la ejerció hasta su muerte.

Había ido a palacio movido por la necesidad y la confusión a solicitar cualquier empleo que le permitiese no morir de hambre; por necesidad no había huido al escuchar las palabras del rei y por pura necesidad tendría que inventar algo si quería volver a ver la luz del sol.

Preguntándose que extravagante vestido podría inventar para el rei, el amanecer lo sorprendió, dormido, por puro agotamiento, de pura incapacidad.

A penas los primero rallos de sol se introdujeron en las habitaciones del sastre real, dos guardias reales golpearon la puerta y lo informaron de que el rei lo esperaba en sus habitaciones de inmediato, que debía presentarse allí con su creación sin más dilación.

Recogió una de las bolsas con las que se cubrían los trajes reales y se dirigió, escoltado por la guardia real, hacia las estancias del rei dispuesto a mostrarle su creación.

Una vez en las reales estancias, solicitó a su majestad que los dejasen solos, dado que el traje que para había diseñado era tan único y peculiar, que exigía que el propio sastre ayudase a su majestad a vestirse. Emocionado por lo excepcional de la petición el rei aceptó gusto e hizo vaciar la habitación, dejándolos completamente solos.

El joven sastre abrió con sumo cuidado la funda protectora y mostró con sumo cuidado al rei su vestido, invitándolo a desnudarse y probárselo de inmediato. La voz y la manos del muchacho temblaban como las de un anciano en sus últimos instantes de vida.

El rei caminó solemnemente hasta el espejo, torció el cuerpo hacia un lado y otro, camino de espaldas y de frente, sin perder de vista el espejo en ningún momento y sonriendo, beso paternalmente la frente del muchacho, anunciándole: "Por primera vez en nuestra historia, desfilarás junto a mi el día de mi cumpleaños".

Llegó la hora programada y el rei, con la más absoluta solemnidad bajó las escaleras que conducían a la entrada de palacio y auxiliado por sus ayudantes de cámara se sentó en la carroza real, dispuesto a desfilar para su pueblo en el día de su trigésimo cumpleaños.

"Tu traje impresionará al pueblo" sentenció al ver que el muchacho era izado hasta sentarse en una silla a su derecha.

El desfile recorrió las principales calles de la ciudad que, como siempre estaban atestadas de gente que quería rendir homenaje al rei en el día de su nacimiento.

Todos y cada uno de los súbditos pudieron ver como su rei, acompañado de su nuevo sastre y protegido, desfilaba completamente desnudo sobre su más lujosa carroza.

Ni uno solo de aquellos hombre, mujeres, niños y ancianos dudó de que aquel, era sin duda el más bello de todos los vestidos que el rei había lucido en los desfiles que conmemoraban su nacimiento.

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