miércoles, 6 de octubre de 2010

Feria IX

Caminó entre las callejas hechos de espacios entre barracas, entre caravanas, entre porches improvisados. No había nadie, ni un alma entre aquellas estructuras normalmente llenas de vida.

Decidió volver a su "casa" quizás allí encontrase alguna explicación. Sino siempre podría tumbarse a descansar. La cabeza y el estómago seguían golpeándole sin piedad alguna. Sacó la petaca del bolsillo; el castigo sería recíproco.

En la puerta de la caravana encontró lo más parecido a una explicación: una nota de papel con una letra inoportunamente conocida.

"Hemos intentado despertarte. Anoche apuñalaron a Gabriel cuando cerraba la barraca. Estamos en el hospital provincial. Nadie espera que vengas, desmuéstranos que nos equivocamos".

Se quedó mirando el papel, embobado, incrédulo, incapaz de reaccionar, de emitir sonido o de sentir tan siquiera rencor, odio, miedo, indiferencia, vergüenza, culpa...Sería demasiado inútil e impreciso decir cuanto tiempo pasó allí de pie, sosteniendo sin fuerza el papel. Con los ojos clavados en aquella mísera sentencia; hasta que la primera lágrima hizo emborronarse la tinta.

Dos o tres lágrimas después su rabia destrozaba la puerta. Sus nudillos sangraban al golpear la ventana y su cabeza recuperaba todos los sentimientos que había sido incapaz de expresar después de haber leído la nota, de un modo incontrolado.

Volvió a darle un trago a la petaca antes de estamparla contra la única ventana de la caravana que aún no estaba rota. Cogió una chaqueta y las llaves del coche. Lo desenganchó, soltó los cables y por primera vez vio como sangraban sus manos. Las envolvió con un poco de papel de cocina y colocó la puerta rota en su hueco.

No recordaría el camino al hospital, ni como consiguió llegar, ni que pensaba mientras la rabia conducía por él, la culpa lo obligaba a no aminorar la velocidad, la vergüenza lo empujaba hacia aquel horrible edificio que parecía construido por patrón, como si alguien se hubiese olvidado de poner los números para colorear.

Solo recordaría llegar a la puerta, con los nudillos sangrando, cojeando de la pierna derecha, apestando a vómito y alcohol, todavía, y demasiado nervioso, aún, como para poder entenderse con la recepcionista.

- La habitación de Gabrie- imposible recordar el apellido-... ¿Pérez?.

- No tenemos ningún Gabriel Pérez, señor. Y de todos modos a no ser que sea usted familiar, el horario de visitas a terminado...-afirmó con la comprensión obligada por su puesto.

- ¿No es este el hospital provincial?- preguntó fuera de si.

- Si señor. Pero no me consta ningún Gabriel Pérez. ¿Está usted seguro de que lo han traído aquí?

No pudo continuar con aquella conversación la cara de Gabriel lo asaltaba a cada palabra, la idea de que fuese a morir, apuñalado, solo, abandonado, por él. Se dejó caer frente al mostrador, de rodillas, llorando, como nunca había llorado antes, con la manos llenas de sangre, aún, empapándole las mejillas.

Si todavía hubiese podido levantar los ojos y ver su propia escena, habría visto un grupo de gente que lo miraba sorprendida, asustada, temerosa de lo que pudiese hacer, la mayoría lo esquivaban dando un rodeo excesivo, pero sin perderlo de vista.

Ni una sola de aquellas personas pensó en acercarse a preguntarle que le pasaba, a comprobar si se encontraba bien. No les preocupaba lo suficiente para acercarse, pero si para no quitarle la vista de encima, a aquel "loco".

Finalmente la recepcionista se decidió a acercarse a él. Más motivada por el miedo al espectáculo que pudiese generar aquella situación o los problemas que quizás podría traerle, que por ayudar a aquél hombre ensangrentado.

- ¿Se encuentra usted bien?. Seguramente su amigo este en otro hospital. Seguro que está bien.

No la miró. No la escuchó. No le prestó atención. Sintió su mano en la espalda, como una invitación a que se marchase, como un primer paso para echarlo de allí.

Aceptó la invitación.

Al pasar las puertas de salida del hospital mientras, instintivamente, sacaba un cigarrillo del paquete y cogía el mechero, su mirada se encontró con aquellos ojos.

No necesitó escucharlo. Una mirada de su hermana, seguía siendo bastante para saber que ocurría dentro de su cabeza, que conmovía su corazón. La abrazó, aguantó el dolor, intentó ser fuerte, intento llevarse con ella los demonios que enturbiaban aquella mirada. Nunca lo consiguió.

La apartó de si, en cuanto tenía un momento de calma la cara de Gabriel volvía a nublar su juicio y su entereza. Podía imaginarlo, tirado en el suelo, por un puñado de billetes, por nada. Lo que vale la vida de a quién se abandona: nada.

Su hermana lo llevó de vuelta a la feria y mandó a alguien a buscar su coche. La poca sorpresa que le produjo ver a su hermano cojear o la sangre de sus nudillos se disipó al dejarlo en la puerta de su caravana. Lo acompañó hasta la cama y se tomó unos minutos para recoger todas las botellas que aún quedaban dentro, las vació en la pila y tiró los cascos en una bolsa. El seguía callado, sentado en la cama, con la mirada perdida, con la cabeza nublada, con el alma rota.

No dijo una palabra en el viaje de vuelta del hospital, no contestó nada cuando su hermana le avisó de la hora del entierro, al día siguiente, no pronunció un solo sonido reconocible en el camino al cementerio ni después de que acabase el acto. Nadie lo miró de un modo diferente, nadie lo tratado de ningún modo especial, pero la losa de la culpa pesaba sobre su cabeza. Algunos ya empezaban a preguntarse si no lo arrastraría al fondo.

Pasaron al menos tres días antes de que Alberto, un chico de la misma edad que Gabriel, apareciese por la caravana. El primero a parte de su hermana que se decidía a hablar con él desde aquella noche.

Llamó a la puerta, a penas arreglada, y pasó sin esperar respuesta, quizás consciente de que no la recibiría. Se sentó en la cama junto a él y espero unos segundos antes de empezar ha hablar.

- Gabriel te admiraba. Habría querido que los tuvieses- dijo extendiendo la mano y entregándole cuatro pequeñas libretas.

Levanto la cabeza, lo miró. Nunca hasta ese momento se había fijado en Alberto. No solía tratar demasiado a la gente de la feria, menos aún a un tío y menos de esa edad. Lo de Gabriel había sido una mezcla de casualidad y aprecio paternal. No se había dado antes y difícilmente se repetiría

-¿Qué es?- su propia voz le sonó rara después de aquellos días.

- No lo se. Nunca me explicó que eran. Solo se que lo hubiese querido así.

Lo miró a los ojos, buscando un perdón que no podía darle, una apoyo que no recibiría.

- Por cierto, nadie cree que fuese culpa tuya. Gabriel...simplemente, tuvo mala suerte. Hasta luego.

Lo dejó solo, pensando más de lo que había hecho en aquellos días.

Tardó apenas unos minutos en ser capaz de abrir aquellas libretas y menos de una hora en leerlas completamente.

Pasó los siguientes días releyéndolas y releyendolas. Conocía cada palabra que estaba allí escrita, cada expresión, cada giro. El cuarto día decidió visitar a Alberto en su barraca. Al principio le costó localizarla, no solía moverse por la feria, no antes de Gabriel, de aquella noche.

- Pensé que tardarías más en venir.

-Lucas- dijo presentándose con una sonrisa- encantado de conocerte.

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