Recientemente he tenido la suerte de pasar cuatro días de visita por Londres. Privilegio que debo a que mi hermana lleve un año haciendo su vida en la isla.
De entre mis impresiones quería compartir una muy concreta, que no es otra que la que da título a esta entrada: el cosmopolitismo.
Como algunos de mis amigos, no sentía especial empatía por el carácter o por ciertos aspectos, contemporaneos o pasados, de la cultura anglosajona, especialmente la británica; ello, me llevaba a creer que, siendo Londres su más bulliciosa y principal urbe, sería, además, su más destaca y notable notable representante; nada más lejos de la realidad.
Ciertos aspectos de la vida en Londres, sobre los que no pretendo sentencias y menos desde una perspectiva de tres días, sino por visitas anteriores y correlatos de amigos y compañeros, es la de la multietnicidad.
Complejas y espectaculares diversidades étnicas, culturales, artísticas, culinarias, económicas, vitales, etc. se entrecruzan a diario en cada estación de metro, en cada parada, en todos sus mercadillos, bares y parques.
He vuelto totalmente impresionado, como ya me sucedió después de mi primer viaje a la capital del fish and chips, de como, precisamente los habitantes más puramente autóctonos de la ciudad, son aquellos que menos la saben disfrutar, que menos aprecian la diversidad, la realidad cosmopolita, el ambiente de entendimiento y respeto que se adueña de sus calles.
La realidad es que en mi experiencia, y las de aquellos a los que he tenido el placer de conocer, se producen coincidencias esperanzadoras, pero también pesares dificilmente salvables. Es cierto que existen grandes comunidades de habitantes, emigrados en primera, segunda o incluso tercera generación, que suponen la cara más bella y plural de Londres, pero no es menos cierto que existe otro número igual, y me temo que incluso mayor, de ciudadanos, muchos de ellos acomodados, que desde su papel de autóctonos, reclaman para si la ciudad, a través de sus malas formas y su insolidaridad social y cultural.
Estos oriundos, que en más de un sentido no lo son, a través de su individualismo extremo, del egocentrismo que inunda esas malas caras en el metro y esas malas contestaciones a quien pregunta, con acento, por una dirección, siguen ennegreciendo lo que sin duda debe ser, una parcela de esperanza para los cosmopolitas del mundo: la efectiva convivencia y el intercambio cultural, entre millones de personas todos los días en las calles de una ciudad a la que ya hecho de menos.
Mis respeto más profundo a esa familia que no entiende de idiomas, nacionalidades o edades: sois un ejemplo
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