sábado, 31 de octubre de 2009

Cuentos de un escritor en la Alhambra (parte I)



Empezó a cansarse de luchar contra el tedio y el calor; el aire acondicionado parecía no funcionar, exhausto y agotado por el trabajo de tantos días incluso cuando un leve pitido anunciaba un nuevo intento, apenas se percibía algo de aquel frío que helaba la piel, apenas dos días antes.


Eran demasiadas horas encerrado en la habitación de un hostal céntrico, que había terminado por convertirse en una cárcel o un barracón, al compás del paso de los días. A través de las horas dedicadas a la lectura forzada y furtiva de Rayuela, a la redacción de unos pocos diálogos del segundo capítulo, y a los interminables paseos de su imaginación ajena al cansancio pero agotada a sus veinticinco años.


Por más que dedicase tiempo a llamar por teléfono, a decidir si compensaba o no enfrentarse al calor y las miradas extrañadas, por algo de comida y quizás una conversación captada furtivamente, su mente volvía una y otra vez a ella. Revisaba minuciosamente cada elemento de cada diálogo, cada silencio, cada mirada, las ganas de rozar su cara con las manos, de abrazarla un intento necesario e impaciente por romper el muro de incomodidad que se había levantado a lo largo de aquellos últimos nueve meses.


Era una persona dada a conversar consigo mismo, acostumbraba a pensar en las cosas, muchas e innecesarias veces, solía reinterpretar y reconsiderar en exceso todo aquello que le pasaba, y más aún aquello que no llegaba a suceder, pero con ella era distinto. No necesitaba una explicación, no buscaba un porque, una causa probable o un indicio para decidir que hacer o decir, simplemente disfrutaba repasando cada instante compartido, cada broma, cada recuerdo casi tanto como al buscar cualquier tontería, absorto, a través de aquella mirada.


Seguía sorprendiéndole que fuese capaz de recordar cada anédocta, historia o cuento, y eran demasiados, independientemente del tiempo transcurrido, y todo ello, incluyendo hasta el más ínfimo detalle, haciéndolo parecer, además, como algo excesivamente común, lo que cabría esperar de cualquiera.

El propósito oficial de aquel viaje estaba supeditado a su anárquica timidez, a las inclemencias del insoportable tiempo, que llegaría a echar de menos, y a la esquiva fortuna. Pero con todo, no era difícil darse cuenta de que no estaba simplemente allí para cerrar un trato y volverse, siempre que estuvo allí, lo hice por muchos motivos.
Ossip tenía razón respecto a Horacio; ya antes de llegar a aquella ciudad, buscaba en cada encuentro, en cada cruce de cada calle, en cada notoria ocurrencia a los pies de una mesa, en cada relación, a través de cada instante de su vida, una llave, algo, aquello que, aún sin ser consciente de que lo buscase, y que quizás siempre hubiese tenido.


A él le sucedía lo mismo, o quizás no...El calor es un mal aliado del pensamiento, siempre había sido una persona afín al frío, a los grandes abrigos, las largas bufandas y los gorros, siempre había añorado el invierno, el viento y la lluvia.


En cualquier caso, aquel era un principio tan bueno como cualquier otro, quizás no llegase a ninguna parte, volvería a casa y no volvería a visitar aquella plaza de la trinidad, o a desayunar una media con tomate y un café con leche, por poco más de dos euros y medio, cerca de la facultad de derecho.


Oscilaba de un modo excesivamente irracional, incluso para él, entre los estados de euforia, ansiedad, tristeza o indiferencia. Podía considerar aquellas variaciones un patrón relativamente fiel a la idea de nervios, al menos en sus años como estudiante, pero no obstante, un cierto sabor a óxido en la boca, como el que sentía pocas veces después de algunos sueños especialmente intensos, denotaba una diferencia poco común para aquellos síntomas.


Desde aquella primera clase de semiótica siempre se había imaginado a un estudiante de filosofía, a veces incluso al mismo Eco, en la consulta de un médico, asistiéndole en el diagnóstico de un paciente complicado, incluso en la sala de operaciones, solo por si acaso. "Ciencia que estudia el signo en todas sus formas, incluida la sintomatología, el signo lingüístico, los gestos, etc."; semiología o semiótica.


Decidió que merecía la pena intentar concertar unas pocas citas más, total por la tarde ya no la vería, y cuanto más ocupado estuviese, más difícil le sería pasar el día molestándola, realmente necesitaba su propio tiempo.


Las dos primeras llamadas fueron infructuosas, pero las tres siguientes conseguirían como mínimo ocupar la mayor parte de su tarde, incluso las primeras horas después del atardecer; era cierto, al menos en verano, que aquella ciudad solo empezaba a vivir más tarde de las cinco.


Aún faltaban dos horas para la primera cita, así que decidió descansar un poco más en la cama, apagar el aire acondicionado, y devorar unos cuantos capítulos más de Rayuela.


Había relegado aquella lectura demasiado, a pesar de algunos excesos al citar autores, intérpretes de jazz, y discusiones de orden metafísico, era innegable, que aquel libro merecía la pena, todo un nuevo campo se le abría ante los ojos, tendría la oportunidad de descubrir todo el universo de Cortazar y si las reuniones de la tarde fructiferaban, incluso de conocer la ciudad al completo. Era una auténtica vergüenza que alguien como él, que pretendía llegar a escribir, desconociese a alguien como Cortazar, pero quizás ahí residía la magia de la literatura: un eterno mundo por descubrir.


Marcó el libro en la esquina superior de la página ciento cuarenta y nueve, antes de lo que esperaba, y empezó a colocar la ropa sobre la cama, lista para cuando terminase de ducharse. Dos densas gotas de sudor le recorrieron la cara desde la raíz del pelo, era cierto que tenía las mismas entradas desde los trece años, y sonrió al recordar demasiadas conversaciones al respecto con tanta gente. La calvicie era un complejo que siempre lo había perseguido, desde lejos, pero que nunca había entendido como un verdadero problema.


Recogió la toalla del colgador de la puerta y se metió en la ducha. Apenas en diez minutos estaba desnudo frente al traje y los zapatos, no necesitaba afeitarse, lo había hecho al llegar a la habitación el primer día, debía bastarle.


Se vistió, se lavó los dientes y se aplicó desodorante, se secó la humedad del sudor de la frente, dejó la ventana abierta para airear el baño y comprobó instintivamente que llevaba el móvil, las llaves, la cartera y las monedas. Echó de menos algo.


Eran las seis de la tarde, y por prudencia, su primera cita no era hasta las seis y media, en las oficinas de la editorial, tenía tiempo de sobra como para ir caminando desde trinidad hasta el final de la calle recogidas con camino de Ronda, parecía que llevara toda la vida viviendo allí.


Tomó aire y se sonrió, como dándose ánimos, cerró la puerta y sacó las llaves del bolsillo del pantalón para dar una vuelta a la cerradura, volvió a guardarlas, y bajó despacio las escaleras, que tenían una extraña medida en la separación de los escalones, haciéndole sentir incómodos latigazos en las rodillas.


Salió por la puerta, y casi choca con la camarera, cegado por un sol que no se resignaba a desaparecer. Le pidió disculpas y empezó a bajar la calle, sin estar muy seguro de haberse disculpado suficientemente alto como para que le oyese. Era todo un carácter, aunque la verdad es que era bellísima, una de esas bellezas que solo se conocen en el sur.

2 comentarios:

  1. Tengo que decir que me has sorprendido gratamente, no tenía la menor idea de esta faceta tuya.

    Un texto intimista para empezar, gran elección aunque le achacaría; disculpas por la crítica del inculto pero es algo inherente a mi carácter, que un personaje versado en filosofía y letras no debería utilizar anárquico como sinónimo de desorden o caos ("...Supeditado a su anárquica timidez...")

    También es extraño, o por lo menos desde la distancia lo parece, que tras enfundarte el traje del inconformismo radical se pueda deducir de este pequeño relato a un personaje romántico. Quiero recordarte tu afirmación de que romanticismo != idealismo, por no decir incompatible. Disertación a la que me oponía con más convicción que razón.

    Puedo detectar en el personaje muchos resgos comunes a la "intelectualidad" gallega, modestia aparte, pues es bastante habitual que aquellos que salen de casa con un libro, a nuestro protagonista se le ha olvidado, prefieran las tardes grises y lluviosas pues se acercan mucho más a su estado de ánimo. El inteligente es triste porque es consciente.

    También observo y, en este caso coincido totalmente, una defensa de las letras, encarnadas en el pensamiento, en la filosofía. Defensa totalmente necesaria en tiempos en los que dices en otro lugar sólo cuenta lo económicamente rentable.

    Y por último dos cosas: la primera es que, de ser posible, espacies dos veces los puntos y aparte para facilitar la lectura. La segunda una pregunta para un pensador, ¿por qué el hombre tiende a enamorarse de la camarera?

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  2. jajajaja
    ante todo gracias por la crítica, y por el comentario útil de todas maneras me veo en la obligación de pedirte que tengas paciencia, las cosas tendrán más sentido cuando avancen, iré publicando más partes

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