martes, 17 de noviembre de 2009

Feria


El olor a caramelo, el polvo de tantos lugares. Muchos amaneceres entre tuercas, estructuras metálicas y manchas de grasa. Las caras de los críos, las mujeres, sus cuerpos, tantas, tan diferentes: "una en cada puerto" , quizás más.


Era cierto, había follado con tantas mujeres, la mayoría bonitas, jóvenes, pero de todas y cada una terminó aburriéndose. Probó con chicas más mayores, más jóvenes, más listas, ninguna le llenaba, no más de una o dos noches. Nunca más de lo que duraban las barracas instaladas en aquel pueblecito.

Siempre podía refugiarse en los libros de alguna biblioteca local que, a pesar, o precisamente, por culpa de aquellas gentes analfabetas, siempre estaban disponibles.

Su verdadera frustración no era la vida que llevaba, las horas entregadas a su sexualidad, sus problemas, si es que los tenía, debían ser otros. La feria era un lugar maravilloso. Observador imparcial, mediador entre parejas, verdugo de la paga de algún niño. Entre aquellas luces podía estar a gusto, dejarse vagar, o simplemente ignorar todo aquel ruido, detrás de un libro mientras Marta se encargaba, al menos por un rato, de atender la barraca por él.

Había aprendido a querer el bullicio, y a huir de el cuando hacía falta. Disfrutaba de el fluir de aquellas personas, arrancadas de sus tristes vidas, por apenas unas horas, tan solo con unas pocas luces, alguna que otra ilusión óptica y unas pocas emociones enlatadas.


La Feria; la única amante a la que le era realmente fiel.

Aquella mañana Eva se había marchado temprano, era una de esas pocas mujeres que realmente había entendido su juego, al menos durante un rato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario