miércoles, 9 de diciembre de 2009

Cuentos de un escritor en la Alhambra (parte III)

No he pensado demasiado en ello desde aquel día, pero no tiene demasiado sentido que una editorial nacional aceptase a un escritor novel, sin experiencia demostrable o algún premio de relatos en su currículo. Con la cantidad de gente que escribe hoy en día relatos en la red, con los millones de personas que atesoran archivos en su ordenador, que amontonan folios sobre su mesa, ¿por qué yo? Creo que en aquella entrevista me preguntaron algo así.

Aquel era probablemente el hall más lujoso en el que hubiese estado nunca, quizás el de algún hotel, pero no, nunca ha estado en un lugar así y su cuerpo lo sabe, se lo hace notar con gotas de sudor por la espalda, solo espera no tener que entrar de nuevo al servicio para lavarse la cara. Desde el primer día el clima de aquella ciudad lo había recibido con los brazos abiertos; Santiago le daba lluvia, por que lluvia era lo que necesitaba, Granada tenía ese calor…

- Buenas tardes ¿Qué deseaba?- le despertó de sus ensoñaciones la recepcionista de la editorial.

- Hola buenas tardes- respondió nervioso- tenía una reunión con Emiliano Fernández - de nuevo los recuerdos de sus orígenes en la escritura, aquella cara barbuda.

- Un momento, por favor- respondió como si de un automatismo se tratase.

No era especialmente bonita: morena, de unos treinta y pico años, pelo por los hombros, cara estándar, nada que marque una diferencia. ¿Qué hará en su tiempo libre, tendrá novio, que habrá estudiado? De nuevo abstraído, otra vez en las nubes, siempre le pasaba eso con la gente.

En el autobús, en el metro, en el tren, en las cafeterías, por la calle, saliendo de copas, pocas veces era capaz de no imaginar como sería la vida de aquellos que le rodeaban a cada instante. Nunca pudo sujetarla, divagante en sus ensoñaciones, demasiadas veces en momentos inoportunos. Por eso se había echo escritor por necesidad, por placer, también pero sobre todo por necesidad.

- Pueden recibirle ahora- contestó con una sonrisa, que si consiguió desatar su curiosidad, porque su mirada había cambiado, era distinta, algo más había tras esos mismos ojos indiferentes de hace un instante- segunda planta despacho 205.

- Muchas gracias, buenas tardes.
Se encaminó directamente hacia el ascensor, jugueteando con las notas en el bolsillo de la chaqueta. Comprobó su aspecto en el espejo del ascensor.

Nada nuevo, poco había cambiado en los últimos años, unos cuantos quilos de más, fruto de la pereza y de su herencia genética, las mismas entradas desde los trece años, el mismo pelo difícil de domar, sus ojos verdes, que debería agradecer a sus padres por igual, un buen afeitado y el pendiente, quizás el último resquicio de una rebeldía acallada, oculta tras ese traje, obligado por ciertas circunstancias. “Solo será por esta vez”, se había prometido.

El pitido del ascensor indicó que se acercaba el momento. Asomó la cabeza a los dos lados del ascensor, intentando encontrar algún indicador de hacia donde debía dirigirse. A su izquierda, los primeros despachos que podía ver, indicaban una serie de números crecientes a partir del 201, por lo que se decidió por ese camino, sin comprobar si la otra serie corroboraba su prejuicio.

Dejó atrás el 201, avanzó más allá del 202, sobrepasó el 203, llegando con ello al final del pasillo, giró ciento ochenta grados, convencido de que la sucesión se mantendría en la pared de enfrente.
Justo enfrente de él apareció una puerta presidida por un cartel que exponía: Recursos Humanos. Sintió que tenía la particular predilección a errar su primer juicio de un modo alarmantemente sistemático. Giró otros noventa grados, y empezó a deshacer el camino a través del pasillo enmoquetado, sin duda una excentricidad en una ciudad como Granada.

Dejó atrás los ascensores, esta vez convencido de que seguía el camino correcto. Pasó junto a una maquina expendedora y otra de café. Se detuvo, convencido de que podía pararse a por una botella de agua. Nunca le fueron familiares las normas del protocolo. Si ella no hubiese insistido, si no hubiese sido ella precisamente, ni siquiera hubiese ido vestido con traje; simplemente unos vaqueros, una camiseta, y como mucho un jersey. Hasta que punto respetaba su opinión, no por sumisión, sino tan solo por respeto a su capacidad de no equivocarse, era algo que no deja de sorprenderlo ni siquiera a él mismo.

Solo el sonido de una puerta abriéndose, cierta aprehensión por llegar tarde, o el puro azar, detuvieron su idea inicial. Siguió caminando comprobando las puertas del lado derecho: 207, 206, el final del pasillo, de nuevo, empezó a desesperarse: “Es que el imbécil que diseño esta planta, no pensó en hacerlo con cierta ecuanimidad, en hacerlo con cierta simetría”.

Realmente tuvo suerte de no cruzarse con nadie, nunca había sido bueno reprimiendo los gestos que expresaban perfectamente lo que sentía, y eso ya le había traído problemas en el pasado, en más de una ocasión.

Con la cara enrabietada, siguió caminando por el lado contrario del pasillo. En realidad apenas cuatro metros separaban ambas paredes, pero en su estado, agarrotado por los nervios, abstraído como siempre que se acercaba algo importante y anunciado, le resultaba imposible concentrarse. Cualquier otra persona hubiese localizado el despacho en un golpe de vista desde el ascensor, pero él no.

Dejó atrás una amplia sala de juntas, con la puerta entreabierta, un pequeño armario, donde una señora de la limpieza, impecablemente uniformada, colocaba su carrito, a la que no pudo evitar dar las buenas tardes.

- Buenas tardes- dijo sonriendo.

- Buenas tardes, a pesar del calor- contestó con un gesto amable y sonriendo.

Pensó que lo más cómodo era consultarle por el despacho; usualmente cuanto menos tiene una persona, más generosa y amable se suele mostrar con los demás.

- Perdone- empezó, sin poder ocultar su acento y sin poner demasiado interés en ello- ¿Podría decirme donde está el despacho 205?, me está costando encontrarlo…

- Claro, como no. Sigue caminando hacia los ascensores, y justo enfrente, una “mijilla” antes de llegar a las puertas a la derecha según caminas.

- Muy amable, “graciñas”- se despidió, dándose cuenta de que no había perdido aún las viejas coletillas.

- Suerte- agregó como despedida la señora de la limpieza.

De nuevo contento por este último encuentro, abandonando ya por la rabia contra la asimetría de la oficina, sometido una vez más la volubilidad de sus sensaciones, se dirigió con paso firme y acompañado por el crujido de unos zapatos nuevos, que le dejarían heridas al final del día, hacia el despacho 205.

Ya enfrente de la puerta golpeo con los nudillos, convencido. Un firme pero desinteresado “adelante” lo obligó a girar la manilla de la puerta.
Un gran ventanal dejaba entrar la luz en un despacho no excesivamente amueblado: un pequeño sillón junto a la puerta, a su lado un perchero, ocupado por una ligera gabardina, que le recordó a su padre.

Según avanzaba dejó atrás, a cada lado del despacho, dos librerías, meticulosamente ordenadas y llenas de libros, manuscritos, y archivadores que parecían repletos; de nuevo la idea de que miles de personas, solo en aquella ciudad, en aquel momento, intentaban sacar adelante historias, cuentos, novelas como la que el estaba a punto de defender. No se sintió presionado, todo lo contrario, se creció ante aquellas amenazas en formas de folios, hojas recortes, membretes y archivos olvidados. Apenas un retrato a carboncillo a uno de los lados de la mesa, un ordenador portatil sobre ella y alguna foto que no alcanzó a ver.

- Bienvenido. Soy Emiliano Fernández, subeditor-jefe- se presentó aquel hombre delgado y largo, de pelo corto y repeinado. Supongo que usted será Emilio Veiga.

- Encantado de conocerle, y gracias por recibirme tan pronto- contestó sin mostrar atisbo alguno de los nervios que lo apresaban.

- El placer es mío. He tenido la oportunidad de leer algunos de los borradores, de los manuscritos y de las ideas que nos ha enviado, y he de decir que me gustan bastante.

- Se lo agradezco no es algo que se oiga a menudo en este mundo- río ante lo estúpido de su agradecimiento.

- ¿Cómo quiere que lo hagamos? ¿Prefiere que le pregunte yo? ¿Ha traído algo preparado?

- Si, bueno, en realidad si he traído algo preparado, pero me…sentiría más cómodo, si usted me comentase, aquello que desease saber…

- Perfecto entonces, acomódese por favor.

Apartó cuidadosamente una silla que parecía confortable, y se sentó frente a un amplio escritorio de madera ordenado pero repleto de papeles, cartas. Tras la pantalla de un ordenador que Emiliano cerró mientras se acomodaba, se refugiaba un hombre de unos cuarenta años. Subeditor-jefe de una importante editorial nacional con sede en Granada, perfectamente conservado para su edad. Casado, con dos hijos.

Una cara afilada, pero amable, o al menos acomodada a años de entrevistas a jóvenes como Emilio. Una nariz pronunciada sobre una barba pulcramente recortada y que empezaba a poblarse de canas. Dos pequeñas gafas, fruto más que probable de años de trabajo de lectura a media luz, unas cejas poco arqueadas y repeinado, en un exceso propio de la crisis de los cuarenta.

¿Sería feliz con su trabajo?, ¿Engañaría a su mujer?, ¿Qué edad tendrían sus hijos? ¿Serían problemáticos? Siempre la curiosidad por las vidas ajenas, siempre la abstracción.

- ¿Dónde se encuentra alojado en Granada?

- En una pequeña pensión en la plaza de la Trinidad, muy confortable.

- ¿Puede preguntarle una curiosidad? ¿Por qué Granada?

- Bueno…simplemente…tuve la suerte de conocer la ciudad el año pasado y fue inspiradora, además su editorial, tiene su sede aquí- mintió mientras la imagen de una joven estudiante de 22 años volvía recurrentemente a su cabeza.

- Agradezco el cumplido- comentó mientras reía, en parte consciente de la mentira, en parte alagado. Supongo que sabrá que nos hemos especializado en jóvenes talentos de la literatura nacional en los últimos cinco años…

- Si, claro, de ahí mi interés en ustedes- mintió de nuevo.

No había ninguna razón premeditada para haber escogido aquella editorial, ninguna más allá de que tuviese su sede en Granda y que fuese lo suficientemente importante como para poder darle trabajo, pero no demasiado para un joven inexperto.

- ¿Tendría algún problemas en residir en Granada?

- No, claro que no- respondió un poco sorprendido ante la celeridad de la pregunta.

- Preferimos tener a nuestros escritores lo más cerca posible- dijo sonriendo de un modo cómplice que lo desconcertó.

- Como ya le he dicho, he leído todo, o casi todo, lo que nos ha enviado. Estoy al corriente de su manera de escribir. Puede estar tranquilo, nos gusta. Creemos que tiene potencial. Creo que tiene futuro- aclaró tornando la conversación de un modo brusco hacia su objetivo más claro.

- Me alegra oírle decir eso, pero…discúlpeme, quiero decir- tosió abiertamente nervioso ante esas últimas alcaraciones- si les gusta mi trabajo y creen que tengo potencial… ¿Qué más necesitan saber?

- ¿Por qué usted?- explotó por fin.-. Me explicaré, de entre todos los jóvenes prometedores que escriben hoy en día, de todos los que nos envían manuscritos o borradores con ideas: ¿Por qué deberíamos confiar en usted? Los hay menos ambiciosos, más, menos preparados, más, menos experimentados, más…

La mirada inquisitiva de aquel hombre se clavaba en sus ojos, y el perenne esfuerzo que había mantenido por sostenerla se desvanecía.

Siempre le había costado horrores sostener la mirada de la gente; simplemente era como desvelar un misterio que no quería compartir con cualquiera.
Había preparado docenas de preguntas, diferentes respuestas, había repasado cada uno de sus escritos, su propio currículo, su experiencia, casi todo, pero esa pregunta parecía más propia de la facultad de filosofía en la que había estudiado, o de un borracho, que de un coeditor-jefe. Si creían en su obra no había más que hablar y si no creían tampoco. Pero aquella pregunta lo desconcertó.

Y tuvo suerte: salió el escritor que llevaba dentro.

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