lunes, 14 de diciembre de 2009

Cuentos de un escritor en la Alhambra (parte IV)

Lo mese avanzaron impenitentemente, el frío se dejaba sentir a días alternos pero con mayor crudeza de la que hubiese podido imaginar nunca desde su casa.

No solía pensar a menudo en lo que había dejado atrás. Tampoco era mucho; sus padres, no lo echarían de menos, había aprendido a hacer su vida sin él, sus amigos, los pocos que así podía llamar, ni siquiera lo habían llamado desde que estaba aquí, y quien más, nadie más. Solía mentirse diciendo que había recalado en esa nueva ciudad, seguro de que allí podría empezar de cero, pero nunca se empieza de cero, la "tabula rasa" de la conciencia es un bien demasiado preciado, y demasiado caro para un escritor.

Seguía estando a gusto con la gente que había ido conociendo y veía cada vez menos a la gente por la que había decidió empezar aquella aventura, sobre todo a ella. Hacía por lo menos un mes y medio que no sabía casi nada de ella, a penas algún que otro mensaje furtivo a través de las redes sociales y algún sms ocasional. El caso es que parecía llevarlo bien.

Había escrito casi doscientas hojas desde la última visita a la editorial y todo marchaba francamente bien. Llegó a pensar, a temer, si la estaría olvidando, si estaría perdiéndose en su memoria entre hojas y hojas de una niña que veía arder un bosque, que hablaba con un lobo y veía la cara más horrible de cualquier cuento.

Era lunes. Se despertó temprano, lleno de ánimo, tras una noche reparadora. Tenía pensado escribir dos o tres horas, después de desayunar, hacer algo de compra, prepararles la comida, quizás tomar un café en el bar de la esquina, subir a escribir otro rato y salir a la noche a ver una película.

La mañana pasó demasiado rápido, otras treinta y cinco hojas, ocho cigarrillos pueblo liados, dos cafés, un par de visitas al baño y varias cálidas sonrisas de sus compañeras por el pasillo del piso.

Bajo a comprar al supermercado, contento, alegre como hacía tiempo que no estaba. No necesitaba mucho, pescado fresco, los ingredientes para la salsa, champiñones frescos y dos botellas de vino blanco.

Apenas quince minutos después, tras una parada en el estanco a por más material, ya estaba en la cocina preparando la comida.

- ¡Hoy cocino yo!- sentencia ante una pregunta no formulada.

- ¿Qué vas a hacernos?- preguntan casi al unísono sin dejar de sonreír.

- Eso no se sabe hasta que no se está en la mesa, sino vaya mierda de sorpresa...solo os diré que mirad lo que he traído- anuncia exultante sujetando las botellas de vino.

Una comida tanquila, entre amigos, risas, felicitaciones, confidencias y relatos de estudiantes y de una novela casi acabada, en un tiempo record, esa ciudad lo inspira, lo abraza por las noches, le da unos días gloriosos, no le deja para de teclear, de pasear, de aprender.

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