martes, 29 de diciembre de 2009

Cuentos de un escritor en la Alhambra (parte VIII)


Nunca había estado nervioso en el camino a la editorial, excepto aquel primer día, que ahora aparecía como un recuerdo excesivamente lejano y distinto. Hoy tenía motivos más que suficientes para estarlo.

El tiempo había dado una tregua que su cabeza había decidido firmar también. Era extraordinariamente extraño, ver como el clima cambiaba la forma de ser de aquella gente, de aquellos lugares, tan poco acostumbrados a la melancolía de quienes no consiguen dejar de ver llover sobres sus cabezas. Para el en cambio había servido de reconstituyente, de alguna manera lo había calmado, lo había mecido dentro de la desesperanza de las últimas semanas, y en aquellos primeros días de sol, lo había devuelto a un estado de felicidad, recubierto de una capa de excitada esperanza.

Todo aquello por lo que había luchado en aquellos años, todo aquello por lo que había acabado con sus huesos en Granada, o al menos aquello por lo que querría haber acabado allí caminaba con el bajo su mano, envuelto en una carpetilla de cartón.

Aún caliente, recién salido de una fotocopiadora cercana a casa, la llave de entrada a su nueva vida, el cierre a una época trágica, ocupaba trescientas cuarenta y siete páginas a un espacio, letra trece, diecinueve capítulos y un pequeño prólogo, una escueta frase de agradecimiento y todo lo que alguna vez había sido, impresos en trescientas cincuenta y siete hojas de papel.

Durante la caminata hacía la editorial, que no era precisamente pequeña, devoró cuatro o cinco cigarrillos, se mordió las uñas, estuvo a punto de ser atropellado por el autobús número cinco y cruzo la mirada con varias estudiantes que entraban en la facultad de ciencias políticas y con un hombre de mediana edad y su perro.

Arreglado con su mejor abrigo, pues a pesar de la tregua, eran las ocho y media de la mañana de un jueves y el frío le obligaba a apretar los dientes y el paso, se encaminó decidido hacia Recogidas.

Había rechazado agradecido, la noche anterior, la oferta de llevarse el coche de una de sus compañeras. Perdería más tiempo intentando aparcar, conduciendo entre los atascos de la mañana, que dándose un paseo por el centro, además prefería tener un rato para pensar mientras iba hacía allí.

Se mostraron orgullosas, contentas, casi esperanzadas de ver como salía de la gruta definitivamente, de atisvar la luz al final de un túnel muy tedioso, más para quien lo ve que para quien lo sufre. Los tres estaban plenamente convencidos de que, con algo más de tiempo, las cosas no harían más que mejorar.

Por primera vez los tres hablaron del futuro, de que harían al año siguiente, de la posibilidad de seguir compartiendo piso, de quedarse incluso a trabajar en Granada en verano,de los millones de visitas que tendrían que hacerse, si por algún motivo ajeno a sus intenciones, debieran separarse más de unos días.

No pudo evitar sonreír al pasar por delante de la facultad de traductores, mientras recordaba la escena de la noche anterior, una mezcla dulce y agradable entre alegría, orgullo y tranquilidad lo invadió al recordar, una vez más la suerte que había tenido.

Estos y otros pensamientos lo siguieron como una nube hasta llegar a la calle Recogidas y, con la cercanía inminente de su destino final, los nervios, que nunca lo habían abandonado por completo, reaparecieron con mayor intensidad.

Había tenido tiempo de desayunar en casa, por lo que no podía utilizar su apetito como excusa para una parada que postergara su llegada, la inevitabilidad de verse, por primera vez de un modo acabado y pleno, enfrentado a su trabajo, expuesto, como había estado, en aquella noche de cine.

Apuró las últimas caladas del enésimo cigarrillo de la mañana, y con una habilidad insólita en el, lo lanzó a través de una de las rendijas del alcantarillado. Se sacudió unos pocos restos de ceniza del abrigo, y entró en la editorial.

Saludó con nerviosa cordialidad a la secretaria, la misma que conociera en su primera visita, sobre la que había especulado como entretenimiento mientras esperaba su entrevista con Emiliano. La misma a la que se había acostumbrado, a la que incluso había tomado cierto aprecio personal, en las diversas y periódicas visitas que debía realizar.

Había demostrado tener un carácter afable pero cambiante, aún así, no podría decir, sin faltar a la verdad, que hubiese recibido de ella un mal gesto, una mala contestación, sino todo lo contrario. Si bien, por desgracia, había presenciado más de una discusión con otros visitantes.

Pasó directamente hacia los ascensores, pulsó la tecla y esperó tarareando la cancioncilla del hilo musical, hasta que el aparato se detuvo en el piso indicado. Con firmeza y confianza se encaminó, sin dudas y de un modo más propio de un autómata que de un despistado escritor, llegó frente a la puerta del despacho.

Al otro lado, Emiliano Fernandez, cuarenta años, casi cuarenta y uno, subdirector jefe de una editorial nacional de éxito moderado, con aspiraciones de ascender a directo de edición, cosa que lograría pronto por lo que se decía dentro de la propia editorial, dos hijos simpáticos y despiertos, una mujer sobradamente inteligente, aunque un poco mandona. Un buen hombre, lo había tratado más allá de la corrección y más acá de la distancia que decretaba su cargo. Se podía decir que lo había cuidado en cierta medida.

Llamó a la puerta dos veces, y abrió casi sin esperar respuesta, conocía sus rutinas, estaría con una taza de café y consultando los periódicos online, como mucho si había entrado algún material nuevo, e interesante, que sus subalternos no hubiesen rechazado previamente, habría empezado con las primeras páginas.

- Pasa Emilio- invitó con una sonrisa, lleno de cordialidad- ¿Qué tal estás?.¿Todo bien?.

- Si, la verdad es que muy bien. Te traigo un regalillo...

-No me lo puedo creer...¿el último borrador?. Mira que eres cabrón si hacía un par de semanas que no sabíamos nada de ti, pensé que estarías teniendo problemas para terminarlo; iba a darte una semana y llamarte para ver si todo estaba bien...no quería presionarte.

-He tenido algún problemilla, pero estoy muy contento, la verdad, creo que es lo mejor de todo lo que os he entregado hasta ahora.

- Eso sería estupendo. ¿Quieres un café o algo?.¿Has desayunado?.

-Si, no no quiero nada la verdad. Los nervios me tienen comido el estómago, y tanto tiempo encerrado en casa para acabarlo la verdad...ya sabes.

-Que me vas a contar, siempre es lo más complicado. No esperaba que vinieses tan pronto la verdad. Siempre puedes tomarte más tiempo si no estás contento con el resultado. No te habremos presionado. ¿No?.

- Al contrario, estoy muy contento con el trato. Lo que quería pedirte es que lo leas cuanto antes y me digas que te parece. No aguantaré muchos días más con el estómago así.

- Si te parece me lo leo por la mañana y quedamos para comer y lo comentamos. ¿Te viene bien?.

- Perfecto. Me han recomendado un sitio cerca de Plaza Nueva que tiene muy buena pinta. ¿A eso de las dos te parece bien?

- A la una mejor, que no quiero que te de una ulcera.

Se despidieron con un apretón de manos. Un poco más relajado, aunque no del todo, decidió que emplearía la mañana en pasear por el Albaicín, tomar un te, y quizás pasar la mañana en alguno de los miradores.

El tiempo corrió de forma discontinua. Durante los paseos todo parecía ir extraordinariamente rápido, pero cuando se detenía en el paseo de los tristes a escuchar algún músico, o a ver alguna de las actuaciones callejeras, todo se detenía y un millón de ideas asolaban su cabeza.

Finalmente, cerca de la una, decidió que esperaría a Emiliano tomando algo en una de las terrazas de Plaza Nueva. Ya no podía Tardar. El final de la primavera se dejaba notar ya, y empezaba a arrepentirse de haber salido con el abrigo y no solo con una chaqueta.

Un café no habría hecho más que perforar aún más su maltrecho estómago y disparar sus nervios, así que en cuanto el camarero se acercó le pidió un te con leche y sacó otro cigarrillo de la cajetilla para celebrar el sol que le calentaba directamente la cara. Pasó unos minutos, desde que el mismo camarero volviese con el te, con el cigarrillo en la mano, los ojos cerrados y la cara alzada hacia la luz del mediodía, disfrutando, olvidando.

Emiliano llegó puntual, como siempre. Sonriente lo saludó y tras decidir que sería mejor ir yendo hacia el restaurante para no tener problemas de sitio, dejó pagado el te.

El camino era breve, pero ambos encontraron el modo de entretenerse en vanalidades, preguntas tópicas o personales, en definitiva, de demorar, educadamente, la cuestión esencial para la propia comida.

El restaurante cumplía las expectativas generadas por la recomendación, y parecía un marco adecuado para una fecha tan importante.

Emiliano insistió en pedir una botella de vino con la comida, ninguno de los dos tenía que coger el coche, y no tendrían que trabajar por la tarde.

- Además, tenemos mucho que celebrar- añadió sonriente, dejando entrever el resultado de una mañana dedicada a la lectura.

- ¿Entonces te ha gustado?- preguntó nervioso, entregado.

- Entiéndeme bien, tenemos que pulir cosas, alguna será relevante, no se si estarás de acuerdo con todas, pero ambos somos hombres razonables, y creo que nos entendemos lo suficientemente bien después de estos meses trabajando juntos.

-Emiliano dejate de historias, con perdón. ¿Lo vais a publicar o no?. ¿Te ha gustado o no?.

Simplemente sonrió, levantó la copa de vino, que acaba de servir mientras lo acribillaba a preguntas, presa de los nervios y la ansiedad.

- A tu salud, podemos decir que eres un autor publicado. Y me alegro de haber sido el editor de tu primer libro. Solo espero ser el de muchos más...

No logró evitarlo, tras un apretón de manos rodeó la mesa y lo abrazó. Se había ido forjando una bonita relación entre ellos dos, desde que aquel primer día en la editorial, le recordase a aquel primer profesor de literatura que le dijo que tendría futuro en la escritura, que tenía madera.

El tono paternalista de aquella relación había ido creciendo a través de los meses, el trabajo conjunto, las apreciaciones, las correcciones, alguna bronca que otra por eliminar una parte aquí y otra allí.

Pero después del incidente del cine, de alguna manera, sin preguntarlo, sin saberlo, Emiliano se había dado cuenta de aquel chaval necesitaba apoyos, necesitaba un asidero, algo nuevo que le recordase lo viejo que había en su vida

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