miércoles, 9 de diciembre de 2009

Letanías

Me canso de oír letanías caídas de los bolsillos de la gente que me acompaña en el autobús cada mañana.

Pisar las manchas perfectamente concéntricas de cada charco que recorro en el camino a la parada. Tener que mirar varias veces la hora por que el miedo a llegar tarde queda empequeñecido por lo distraído que me he vuelto con los años.

La gente suele madurar y aprender cuando crece, algunos deciden no hacerlo, yo solo me he acostumbrado al fracaso, a asumir la pérdida de las horas muertas y, desde luego, a no remendar los errores que cometo a cada paso.

Nuevos vicios conllevaron nuevas manías, más disgustos, alguna sonrisa furtiva y más miedo a equivocarse, tampoco tenía sentido que fuese de otra manera.

No es tristeza lo que emanan los poros, pensé en melancolía, la quise, la amé y me abandono, sin haberla tenido nunca, como una amante imaginaria. Es algo más complejo más abismal, más odioso y difícil de tragar, es una de esas sensaciones que se te atragantan y no terminan de llegar al estómago, por más que tragues saliva.

Lo peor no es no poder ponerle nombre, lo que cuesta es que no llega invitada, nunca se le espera, y, como el amor, en palabras de Quevedo, tiene fácil la entrada y difícil la salida.

He oído mil explicaciones, he visitado a los mejores médicos, curanderos, psiquiatras, brujos, hechiceros, chamanes y exortizadores que el dinero y un nombre ilustre pueden proporcionar, pero ninguno tuvo el valor de sostenerme la mirada al decirme que no podían hacer nada.

No me tiene miedo a mi, se lo tienen a él, a ello, a ella...

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