miércoles, 6 de octubre de 2010

Feria VIII

Aquella tarde de miércoles se despertó envuelto en un olor nauseabundo, vomitivo, asqueroso. Frotó el dorso de la mano derecha contra las comisuras de los labios, demasiado consciente de que encontraría: restos secos de su último naufragio.

A pesar del inmenso dolor de cabeza que lo asfixiaba y la presión que la gravedad ejercía contra su estómago, disparando las nauseas, consiguió incorporarse. Lo suficiente, al menos, como para contemplar los resultados de su última y errática estupidez.

Una densa capa de comida a medio digerir, resto de jugos gástricos y dios sabe que más cubrían la mayor parte de la almohada con la única excepción del lugar que ocupaba su cabeza, y aquellas partes adheridas a su cara.

Apenas ya le resultaba desagradable aquella escena, quizás fruto de la cotidianeidad o quizás por insensibilización, no podría decidirse aunque le fuese la vida en ello. A lo único que nunca había conseguido acostumbrarse era a aquel olor que flotaba en la habitación y que insistía en estrangularle cada mañana de resaca.

Poco le importaba si eran restos de vómito en la nariz, si era los restos de la cara o de la almohada o el olor de su sudor etilizado. No soportaba aquella presencia; era como un dedo acusador, lo único que aún lo hacía sentir culpable.

Giró el cuello y la cabeza, no sin dificultad, para empezar a recordar, entre niebla, unas piernas que se marchaban de la caravana. ¿Antes, después de vomitar?. Tampoco le importaba lo más mínimo.

Aún desnudo, aún manchado, aún culpable y sucio, aún mareado y desorientado, incorporó la mitad de un cuerpo aún en forma por las purgas de alcohol y sexo. Apoyado sobre las palmas, los brazos tras la espalda el pecho al frente, como un soldado borracho al que le faltase medio cuerpo.

Terminó de incorporarse sacando los pies de la cama y apoyando los codos en las rodillas y las manos en la maltrecha frente que palpitaba como un corazón desbocado. La horizontalidad no parecía un objetivo que pudiese alcanzar. Estiró la mano, la abrazó, la besó, bebió de ella, para coger fuerzas, para matarse por exceso.

No desayunó, ni siquiera un café negro, nada. Se lavó la cara con agua, desechó la idea de afeitarse o peinarse. Sin comprobar la hora se marchó hacia su puesto habiéndose cambiado, a penas, la camisa.

Aún no llovía pero lo haría sin duda antes de que acabase el día.

Ni siquiera se molestó en intentar recordar su nombre, que hacía o incluso como habían acabado en su caravana, aquello simplemente sucedía; si le molestaba no conseguir recordar su manera de gemir o su olor (difícilmente cuando aún le sabía la nariz a vómito y alcohol) sus formas, sus ojos...

Se encendió un pitillo para ausentar los fantasmas de la memoria, ¿una niebla se lleva a otra?, y empezó a impacientarse Gabriel nunca llegaba tarde, él nunca llegaba antes que Gabriel. ¿Qué hora sería? ¿Qué demonios pasaba para que no estuviese allí?.

Buen chico Gabriel, demasiado buen chico. Le faltaba sangre, vinagre, cojones. Aún era un crío y de seguir así un día el mundo se lo comería sin dejar rastro del banquete. Pero él no tenía tiempo para ocuparse de nadie; si no cuidaba de su hermana, cómo demonios iba a molestarse en cuidar de aquel niño.

Como siempre no había llevado llaves para la barraca, no tenía reloj, solo el paquete de tabaco, el mechero de su madre y su encanto. Y aquel olor, aquel maldito olor, que con suerte se iría disipando para la noche.

Acabó el pitillo, tres rápidas caladas y al suelo. Lo pisó. Levantó la vista, por primera vez desde que había salido de la caravana. No se había fijado, nunca se fijaba. No había nadie. Todas las barracas y las atracciones estaban cerradas. Ni una sombra recorría los camino de la explanada donde se habían instalado.

Las nubes se habían cerrado sobre su cabeza.

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